Pude
recomponer el paisaje que anidaba en su memoria y que me transmitió
con una especial añoranza, a pesar de haberme dicho que no era
nostalgia de aquél lugar lo que sentía.
Cómo
puede sentir nostalgia alguien que no mira hacia atrás, a su pasado,
a sus vivencias. Imagino que fue feliz en esa casa, no sé si más
que ahora o menos, o de igual forma. Nos acostumbramos y
desacostumbramos tan bien a las rutinas, a las personas, a las
cosas... la fuerza de la costumbre es inmensa hasta en estados de
carencia y auténtica penuria, ni que decir cuando disfrutamos de una
situación más que desahogada. Nos acomodamos y vamos pasando
página, páginas de un libro que lleva nuestro nombre en cada
esquina. Miramos al frente y seguimos con la intención de agotar
hasta la última línea, manuscritos de experiencias, sentimientos,
momentos, sueños, ilusiones y tachones de desencantos, desilusiones,
carencias y otros símiles difíciles de digerir. Y vamos viviendo y
olvidando. Viviendo hoy el presente que ayer era futuro y olvidando
el hoy que mañana será el pasado. Sin embargo, no me creo que no
sintiera un poco de añoranza cuando me describió aquella casa.
“Tenía
jardín con árboles, enredaderas y algunas plantas que te iban
diciendo en qué época estábamos. Chimenea en invierno, el aroma de
la mimosa amarilla en febrero, los ramilletes morados de la glicinia
con sus abejorros en Semana Santa. Los árboles, se cubrían de
hojas y el césped, volvía a crecer en marzo, el morado de la
jacaranda en mayo, la caída de las hojas de la acacia, el riego del
césped con el calor, la piscina, abejas, el cambio de las hojas de
la cica, el perfume de los jazmines... La naturaleza viva mostrando
su evolución y sus cambios”.
Anyma
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