Hay
quienes se llevan toda la vida huyendo de algo, también los hay que
se llevan toda la vida sintiéndose perseguidos. No es lo mismo
aunque parezca la misma cosa. Uno huye de aquello que no le gusta,
que no le conviene, que le entorpece, que le hace daño, que le
complica la vida. Y uno huye por muy diferentes razones, por cobardía
y también por sensatez, por miedo, por responsabilidad, por
conveniencia. Las razones son casi las mismas para todo, es como
declarar: “conmigo o contra mí”; es decir, está a mi favor o en
contra. Si todo se resume a lo mismo, a las dos caras de una
moneda:al sí o al no, al tu o al yo, al dentro o al fuera, al bien
o al mal.
Después
están los que huyen con razón y los que huyen por una amenaza
imaginaria, se sienten perseguidos por algo o por alguien y corren,
corren sin mirar atrás, ni siquiera de reojo, así con esta manía
persecutoria, están tan obsesionados que no se dan cuenta a veces
que aquello que lo persiguíó alguna vez ya no les sigue, que se
cansó y giró la esquina un atardecer cuando el cielo se tiñó de
rojos y ocres. Y se cansó de seguirle precisamente cuando lo tenía
delante, a su alcance, a dos palmos de una pequeña carrera para
tocarle el hombro. Se cansó de mirar siempre la espalda, de ir
detrás, de tener que esperar, de no tener espacio en su misma acera;
se cansó de ser una sombra, una sombra que aquella luz rojiza del
atardecer proyectaba con una nitidez increíble, como si reflejara en
un espejo toda la tristeza que habitaba en sus ojos.
Y lo dejó
marchar, observando desde lejos como su figura se hacía cada vez más
pequeña hasta que desapareció de su mirada; giró la esquina y
suspiró hondo, como si quisiera exhalar en aquél suspiro los restos
de aquél naufragio.
El,
sin embargo, sigue huyendo de nadie.
Anyma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario