Eran
las cinco de la tarde de un caluroso día de agosto, de esos en los
que el sol parece derretir toda imagen visible, desvirtuando el
paisaje como si a través de un cristal tallado se observase. En la
puerta de una casa, una algarabía rompía el silencio de aquella
tarde donde las sombras alargadas de los árboles era lo único que
se movía tímidamente por el pavimento, ardiente como una antorcha.
Dos pequeñines chapoteaban en un gran barreño de latón que habían
improvisado a modo de piscina, sofocando así el insoportable calor
de aquella canícula.
Me
detuve sonriente ante tal estampa, me había recordado momentos de
mi infancia: aquel barreño, la casa del pueblo, mi abuela...,
reminiscencias de la niñez que me devolvieron aromas inconfundibles.
Imágenes de una época en blanco y negro grabadas en el disco duro
de la memoria y que a través del pen drive de la nostalgia,
rescataron en un instante esa sensación de felicidad, que no he
conseguido alcanzar en ninguna otra época de mi vida.
Anyma
Que verdad y que épocas aquellas
ResponderEliminarlos barreños me encantaban y que bien sentaban esos baños y luego esa toalla con olor a tu casa y sentarte en las piernas de tu madre o abuela
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